Thursday, May 08, 2008

Para Mariana, mi madre

Cuando pequeña me leía las páginas libres de José Martí, quien con su bigote de cepillo, nos visitaba como un tío querido junto con gente como Charlot. Mi abuelo trajo a muchos como él a nuestras vidas, con bigotes de todas las especies. Conocí las historias de mi abuelo, a través de mi madre que lo amaba. La historia del muñeco de nieve. Y cómo tú, entre las arenas calientes de las playas habaneras, y yo acá, en un pueblo sin lluvia, casi sin otras precipitaciones que las cacas de paloma, pudimos enternecernos con la nieve… así nos trajo mi abuelo muchos mundos remotos, o bien la cadencia del francés, o bien el tango, que bailaba sin aspavientos coreográficos con mi abuela, la mujer más elegante de todas las que conocí.

Cuando era niña, hice muñecas de trapo diferentes. Una, mi favorita se llamó Josefina. Quise mucho a Josefina, quien tuvo una vida poblada de accesorios gracias a mi madre. Ollitas de barro, cucharitas de madera, vestidos cocidos a mano.

Las manos de mi madre son muy bellas y hábiles. Cada dedo suyo es largo, y termina redondo, como una prolongación de sus yemas. Mi mamá se comía las uñas. Pero ya lo dejó. Todo en ella es transparente, porque todo en ella se expresa. Sospecho que alguna vez se debe haber sentido herida por la ciudad. me pregunto cuántas veces esta ciudad le habrá quebrado el espejo. Cada ciudad ha de tener sus maneras y las maneras de mi madre vienen de muchos lugares que no se parecen a este en nada; algunas vienen del trópico, otras vienen del vasto fondo del mar (y de otros territorios francamente ignotos).

Mi abuela, chilena, sostuvo siempre una mirada benigna y respetuosa de la ciudad que fue su casa. Si alguien se expresaba mal de Lima delante de ella, de inmediato deslizaba con mucho humor alguna emboscada para el atrevido. Permaneció lejos de sus hermanos, escribiendo cartas periódicas, con la regularidad inmemorial de un ciclo agrícola. En ellas se intercambiaban impresiones sobre paltos, flores, parras, y niños creciendo.

Mi mamá tiene la cabellera crespa, mientras la mía tiene de ondulante lo que una llanura. Mi cabello se parece más a la pendiente vertical; mi cabello es mi único terminal terrestre, mientras el de mi madre asciende y se contornea en espiral con el color de la miel oscura. Sus cabellos alegres se mezclan con el aire de las alturas, huelga decir que mi madre es una mujer alta.

Mi mamá es alta y yo soy pequeña. Yo soy la criatura de mi madre, y lo seré para siempre en cuestión de tamaño. Ojalá mi mamá pensara ahora lo que algún día dijo haber pensado al verme: pero qué linda niña -como en el cuento de Almendrita-. Entonces mi mamá y yo nos vestíamos de rojo para pasear como muñecas rusas por el mercado de Palermo.

Los ojos de mi madre son pequeños como los míos. Es probable que a la vejez me acompañen la mirada de mi madre en el seño de mi abuelo ( ¡todo eso junto en mi propia cara!), sería normal heredar el aire de duda, porque en casa no acostumbramos practicar ninguna certeza.

Era bonito estar juntos comiendo galletas con paté y tomando ron con coca-cola los domingos antes del almuerzo. Por esos días, la luz y las sombras eran meridianas. Mi tía, la única hermana de mi madre, cruzaba sus piernas largas con faldas de burda y sandalias blancas. Hoy conocemos de la muerte, la sobriedad de la vida y del trópico una euforia diurna, cafetalera, de boca-trágate-un-buque.

Yo soy la única limeña de esta familia. Soy la única mujer pequeña que usa diminutivos y que posó su corazón en la humedad gris y viscosa de la melancolía. Ahora ya soy grande y sigo siendo pequeña; atisbo siempre en la terraza del Haití para encontrarlos a todos, hablando con las manos algún domingo, tomando café cortado. Allí no vive ningún antojo dramático.